EL ECUATORIANO NARVáEZ LE ARREBATA EL ROSA A POGACAR

No gana Pogacar y se hunde el ciclismo, o eso parece. Llega a la salida del Giro de Italia, en las afueras de Turín, con siete victorias en 10 días de competición y a Tadej le cae en la espalda el gran peso de la maglia rosa, como si lo tuviera que llevar encima de oficio, aunque sea su primera vez. A él no le importa, sonríe tranquilo como casi siempre. Son lo demás quienes dicen cosas como, “a ver qué podemos hacer”, y dan por supuesta la segunda parte de la frase: “detrás de Pogacar”. No gana y comienzan los análisis sobre sus piernas, sobre su equipo, sobre su mentalidad, sobre su preparación. Que si está bien, que si está mal. Y eso que es tercero en la meta. Y eso que fue quien marcó las pautas.

Comienza el Giro alrededor del Turín que ya no es tanto esta vez de los Agnelli de la Juve, sino de los recuerdos del deprimido Torino. Se cumplen 75 años exactos de la tragedia de Superga, un 4 de mayo de 1949, en el que murieron 31 personas, 18 futbolistas entre ellos, y la carrera circula, como homenaje, a unos pasos de la basílica en la que se estrelló el avión en el que viajaban.

El recorrido que bordea el Po y la capital del Piamonte es el escenario de una obra de teatro que representa solo Pogacar rodeado de figurantes. Todos esperan que el fenómeno esloveno comience a recitar su libreto. Como siempre, hay escaramuzas, intentos que no pasan de prometedores, como el de Ghebreigzabhier y Calmejane, que comprenden, cuando llegan los últimos kilómetros, que solo están allí para animar a los aficionados, hacerles calentar la garganta para cuando se acerque Pogacar con su séquito.

Es en la Maddalene, cuando se pone en fila el UAE, tal como previó Matxin en la reunión del autobús unas horas antes, y todos los domésticos de Pogacar se turnan para aumentar el ritmo. Mikkel Berg es el más persistente. Ordeña su cuerpo para desarrollar 480 watios que sirven para descolgar a medio pelotón. Cuando no puede más, es él quien se descuelga. Rafal Majka ya ha cogido su número para pedir el turno delante de su líder, que no lo ve claro. No hay nadie en el pelotón, que le sigue con la lengua fuera, que no espere el hachazo habitual del campeón, pero no llega. Se descuelgan los kilómetros hasta la cima, y Pogacar prefiere esperar. Empiezan las especulaciones, los cuchicheos entre los analistas. Que si está, que si no está.

Se reanudan las especulaciones en el descenso y se acrecientan las dudas, que si las piernas, que si la mentalidad, que si la preparación, porque los más aguerridos del grupo se estiran por delante y cogen ventaja. Tadej, a la cola del pelotón, alimenta los rumores, los cuchicheos. Pero si no tiene un plan para los kilómetros finales, lo improvisa, que bueno es él. Queda una última oportunidad en el muro de San Vito, y es ahí donde baila. A cuatro kilómetros de la llegada, con mil metros de ascensión durísima por delante, comienza a dar hachazos a sus pedales, y no causa pasmo en el grupo porque todos le conocen.

Simplemente, se van quedando atrás, impotentes ante el majestuoso poderío del ciclista tocado por una varita mágica, como dice su preparador Javier Sola. Solo le aguanta Jonnhy Narváez, el ciclista ecuatoriano de El Playón de San Francisco, enrolado en el Ineos. A unos metros se retuerce Max Schachmann, el tozudo berlinés del Bora, empeñado en alcanzar la cabeza. Lo hace en el descenso hacia la meta. Un trío letal camino del primer jersey rosa. Algunos ilustres como Bardet, Nairo Quintana o Arensman, ya están descartados. Geraint Thomas resiste.

En la llegada, Pogacar es demasiado ambicioso y lanza el embalaje desde muy lejos. Narváez es más paciente y le aguanta para superarle en la meta. “Seguir al mejor del mundo en la subida fue muy difícil, por lo que es una victoria especial”, comenta el primer líder de la carrera. “Me duele todo. Fue muy, muy, muy difícil, pero lo logré”. También Schachmann supera al campeón en el último metro. Suficiente para disparar los rumores, los comentarios, que se disiparán, o se dispararán con la segunda etapa que termina en el Santuario de Oropa, 11,8 kilómetros de ascensión al 6,2% de pendiente media, con rampas máximas del 14%. Fue allá donde Pantani escribió una de sus últimas páginas bellísimas en el Giro de 1999, cuando sufrió un pinchazo en el comienzo de la subida y tuvo que remontar a todo el pelotón para vencer en solitario. Por él tañeron las campanas del Santuario, como seis años antes por Miguel Indurain, perseguidor implacable de Ugrumov, que no pudo arrebatarle el rosa pese a su esfuerzo.

Clasificación del Giro de Italia.

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